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No tengo que controlar el final

I.

Cuando escribo, casi siempre, comienzo sin saber a dónde quiero llegar. Me permito soltar en el teclado. Entonces, pienso que así no se puede ser escritora, que tengo que tener más claro cuáles son mis objetivos o mis propósitos al escribir. Pienso que debo perseguir algo, alguna métrica, un ritmo, algún tema “importante” o algo que las demás personas esperen o quieran leer, pero luego me niego a eso y me despojo hasta el cansancio.

Escribir, para mí, se siente como un orgasmo laaargo, que demora en culminar y que una sabe que es mejor conseguirlo cuando no se está buscando con insistencia, cuando una accede simplemente al placer, a disfrutar lo que se está sintiendo y se permite un “desconocimiento” de lo que puede ser el final.

Pero me gustan los finales felices.

Crecí en la época de las princesas que se iban con un extraño el mismo día que le conocían y se convertía en el amor de sus vidas. Al final, un “y vivieron felices para siempre”. Esa fue la niña que fui en muchas ocasiones, una princesa que esperaba a su príncipe azul, que aguardaba ser rescatada, que creía que lo más importante era mantenerse “virgen” hasta el matrimonio o ser bella y perfecta; siempre ser amable, y sonreír ante todas las personas. A veces, era feliz siendo así. Creía esos cuentos con entusiasmo. Pero, crecí como crece alguna gente, a cantazos, y tuve sexo por primera vez con un hombre al que amaba inmensamente, más que a mí, y me fallé tanto, porque no era ni fue ni podía ser – ni yo tenía que esperar que fuera – un príncipe azul.

Por mucho tiempo, más de lo que hubiera querido, me resistí a perder una imagen idealizada de él, pero no había modo de sostener más esa relación. No había modos de sostener más el cuento. Y se me destruyeron las ilusiones cuando vi que eso no significaba nada para él, o al menos significaba muy poco en contraste con lo que yo sentía por no tener el final feliz que esperaba; el que me habían prometido que tendría si era “virgen”, si era bella y perfecta, si siempre era amable y sonreía.

II.

Ya sabía que no era una princesa y que nadie me iba a rescatar. Sabía, también, porque lo aprendí, ya saben cómo, que no podía esperar que me “valoraran” porque yo no me debía ni me podía preciar.

Lo sabía, pero aún así, deseaba tanto ser amada, más de lo que yo era capaz de amarme a mí. Tuve que tirar a la basura mi corazón de niña de películas de Disney. Tuve que arrancármelo de la piel, rasgarme entera, quitarme todos esos pajaritos preñaos de la cabeza. Tuve que darme cuenta de que el mundo no funcionaba así. Tuve que entender que a ese muchacho no lo habían criado para lo mismo que a mí, que el ideal de su vida no era llegar “virgen” al matrimonio y casarse por la iglesia, y que yo había cambiado, que los años me estaban cambiando con una prisa que dolía, que me dejaba jadeando de mí, de la persona que yo creía que era, para dejarme una desconocida mujer nueva. Me dolió tanto darme cuenta de eso. Me costó tanto soltar, dejar ir, sanarme; tanto que hoy estoy  escribiendo de esto, tanto que hoy me estoy revistiendo. Para mí, sanar es revisitar el dolor, y revisitar el dolor es revisitar el trauma, y revisitar el trauma es transmutar la herida.

III.

A mí me salieron alas y no pude resistirme más a volar. A mí, me salieron ramas y no pude resistirme más a florecer. A mí, me han salido frutos y no puedo resistirme a cosecharlos.

Yo soy una mujer nueva, aunque no sepa de qué voy a escribir. Yo soy una mujer libre y sé cómo llegar a mí.

A veces, creo que no sé cuál es el final, o el objetivo de escribir, o cuál es el mensaje contundente que quiero compartir. Pero, es que yo solo quiero regresar a mí y mirarme a la cara, y tocarme los pómulos dulcísimos, y mirarme el pico de la punta del labio superior, y acariciarme los ojos, y decirme que está bien revisitar todas las veces que necesite, y decirme que está bien no saber de qué quiero escribir, y permitirme sentir, simplemente para reconocer mi historia y ver hasta dónde estoy dispuesta a escudriñarme.

Y así, mirar mis heridas viejas y lamerlas, y darme a mí misma mi medicina, y escribir, que es lo que más me gusta hacer; y sentir esa satisfacción de haber terminado, de haberme atrevido de nuevo a sentirme, de haberme permitido buscarme de nuevo, escucharme, y hacer las cartas de amor que sean necesarias a mi yo “de antes”, para hacerle el favor a mi yo “de ahora”; y entonces, poder darme un repaso de memorias y dejarme en evidencia para después. No. Ya no persigo aquellos finales felices. No tengo que controlar el final.

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