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De las que se van y se quedan: un clásico de Magali García Ramis

Los cerebros que se van y el corazón que se queda

Aún recuerdo como hoy, la primera vez que leí a Magali García Ramis. Estaba en mi clase de español avanzado de cuarto año cuando me topé con uno de sus ensayos más famosos Los cerebros que se van y el corazón que se queda, que forma parte de su libro La ciudad que me habita (1997). En aquel momento, yo no estaba consciente de las realidades del país. Crecía en el oeste de la isla de Puerto Rico y estaba lejos de imaginarme que hoy estaría escribiendo sobre esto.

Hace unas semanas, García Ramis recibió una distinción de Profesora Emérita de parte de la Universidad de Puerto Rico. La profesora también forma parte de la invaluable generación del 70, como le llaman en el mundo académico a escritores que siguen una misma línea discursiva o estilística en un tiempo en particular. Esta generación se caracterizó por representar realidades que antes no habían sido consideradas en el ámbito literario. Como bien parafrasea Sandra Palmer López de un escrito de Luis Zayas, esta generación se distinguió por trabajar la fragmentación de la identidad del pueblo puertorriqueño. Asimismo, “los integrantes de la nueva literatura puertorriqueña intentan afianzar la identidad nacional, glorificando los sectores y habla populares” (Rosario Ferré y la Generación del 70: Evolución estética y literaria, 2002).

A partir de esos sectores y hablas populares, es que ubico este ensayo tan necesario y vigente que publica García Ramis en la década de los noventa. Los cerebros que se van y el corazón que se queda plantea la realidad material de los y las puertorriqueñas que viven a diario con la incertidumbre entre quedarse o irse del país. El ensayo comienza con esa duda que se repite una y otra vez. La autora categoriza a quienes se van como cerebros y a quienes se quedan como corazones. Alude a que los cerebros “tienen algo roto, por eso se van […] los cerebros se mudan por muchas razones, pero todas tienen que ver con la falta de algo”. Al usar el concepto “cerebro”, se refiere al grupo de profesionales que emigra para conseguir mejores oportunidades de empleo y vida digna. Sin embargo, la autora olvida que hay otra gran masa de cerebros que no necesariamente tienen un grado académico y buscan esa vida digna que se merecen y que también viven la incógnita entre irse o quedarse.

Por otro lado, los “corazones” son quienes han decidido quedarse en Puerto Rico resistiendo circunstancias que dificultan sus vidas en el archipiélago. Estas personas transitan en un país que cada día degrada más sus posibilidades de vivir dignamente, pues “el corazón que se queda también ha creído a veces que se va a morir, también ha estado a punto de apagar la vida e irse, pero luego, al escuchar su propio latido, ha mirado dentro de sí y ha visto las minúsculas flores que auguran que de alguna manera todavía hay frutos que dar”. Hay una representación sobre las relaciones que se dan entre los cerebros y los corazones que pueden resultar familiares para quienes leemos. Alguien a quien amamos se fue buscando mejores condiciones de vida y viene de vacaciones. Le recibimos con emoción y añoramos ese reencuentro. Aprovechamos al máximo esos pocos días que el tiempo nos permite compartir. Luego, la despedida amarga de no saber necesariamente cuándo será la próxima vez.

En este ensayo, el elemento de la cotidianidad es muy relevante para las realidades que se representan. La autora utiliza experiencias diarias como el tapón, la vida en las escuelas y de las que olvida problematizar sobre el asunto de la deserción y la violencia atados precisamente a un asunto de precarización y falta de oportunidades. Las experiencias del corazón que se queda son una brega constante, pues “el corazón traga duro todos los días; trata de no mirar la portada del diario sensacionalista, pero sus ojos no pueden evitar las grandes letras rojas que gritan: Asesinado, baleado, víctima, muerte; entra al supermercado y sus ojos no pueden sino brotar de las cuencas al ver como han subido los precios de semana en semana”. Esas realidades no son muy diferentes a las que vivimos hoy día y que empeoran de manera acelerada. Las violencias que sufrimos, en particular las mujeres y personas femmes que desembocan en tantos asesinatos, el costo de vida que se manifiesta no solo en los alimentos.

Identifico un preludio en este ensayo que se puede representar mucho más hoy que en los pasados años. El proyecto neoliberal y de desplazamiento que busca expulsarnos de nuestras tierras sin la garantía del regreso. La tristeza de la distancia que nos priva de tanto, de las primeras risas de algún sobrino, de las últimas comidas o conversaciones con la abuela, del sol tostándonos mientras nos damos una cerveza en la playa. El alto costo en las rentas y la crisis de vivienda que nos arropan gracias a las leyes que liberan de impuestos contributivos a los ricos. El engaño del progreso fuera de aquí, la presión por cumplir expectativas económicas tan problemáticas. Las realidades de que la vida digna a la que aspiramos no es posible en un archipiélago, donde todos los días nos arrebatan los sueños y las oportunidades de una vida digna. García Ramis separa a los que se van de los que se quedan y yo digo que, adicional a esa distancia, hay muchos puntos de encuentro. La añoranza del regreso que comparten ambos, las simplezas de la vida que se pueden disfrutar en Puerto Rico.

Este ensayo también me hizo regresar a mis reflexiones sobre la generación del 70. Personas que estaban muy claras del país en que vivían y buscaron representarlo a través de la literatura. Una literatura muy consciente y política que se convirtió en una herramienta de intervención social. Pienso en eso y recuerdo el poema XIV de Cristina Peri Rossi, uno de mis favoritos, en el que habla sobre el poder transformador de la literatura:

Ninguna palabra nunca
ningún discurso
—ni Freud, ni Martí—
sirvió para detener la mano
la máquina
del torturador.
Pero cuando una palabra escrita
en el margen en la página en la pared
sirve para aliviar el dolor de un torturado,
la literatura tiene sentido.

En la medida en que puedes escribir algo que sobrepasa los contextos históricos y marcos temporales, tu escritura es literatura viva, necesaria, urgente, sobre todo para apelar a otra esperanza, para reconocer estas realidades y vernos merecedoras de otra cosa. Esa es la apuesta. Al menos, esa es la mía.

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