(Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes)
El domingo, 9 de agosto de 2020 nos sacudió a todes la terrible noticia de una mujer en Añasco que fue drogada, amordazada y luego abusada sexualmente por cinco hombres. Su caso desató la furia de miles de personas, incluyendo organizaciones feministas que militan desde distintas trincheras para erradicar la violencia machista en Puerto Rico.
Sin embargo, también se hicieron visibles las voces de aquellas personas que apelaban una y otra vez al discurso trillado de culpabilizar a la víctima para sostener la idea de que ella fue la responsable de su propia violación. Además de despertar mucha rabia y dolor en mí, esas respuestas, no tan solo me confirmaron una vez más la urgencia de que el Estado asuma instalar políticas educativas armadas conceptualmente desde una perspectiva feminista—así como de decretar un estado de emergencia para atender la violencia machista—, sino que me invitaron a rehacer una lectura incómoda sobre uno de los tantos privilegios masculinos: la impunidad.
La impunidad se convierte en un privilegio masculino cuando en el marco de nuestras instituciones patriarcales a los hombres se les confiere el poder de convertirse en sujetos universales. Si el hombre cumple con los parámetros normativos de la masculinidad hegemónica, es decir, si es blanco, cis, heterosexual y con propiedad privada, parecería que, cuando habla, lo hace en representación de toda la humanidad, haciendo que sus prácticas y discursos sean difícilmente cuestionados.
En contraposición, con las cuerpas de las mujeres se instaura todo un campo de batalla: son constantemente perseguidas y vigiladas cuando sus acciones no responden a los imaginarios colectivos de cuál debe ser su lugar en el mundo y los roles que deben asumir en el entramado social. Esta disparidad en cuanto a las libertades y a los modos de habitar los espacios públicos-privados hace que, por ejemplo, los hombres adquieran prestigio masculino por sus múltiples conquistas amorosas, mientras que, si es de conocimiento público que una mujer goza de su sexualidad libremente, al instante es tildada de “puta” o “fácil”, y generalmente son los mismos hombres quienes las acusan.
Sin duda, el caso de la mujer abusada en Añasco y luego culpabilizada es solo un reflejo de esa impunidad tan perversa de la que gozan los perpetradores, quienes aún no han rendido cuentas por lo que hicieron.
Una violación en secta nos comprueba también que la masculinidad es todo un proyecto político extractivista: los hombres son socializados para creer que disponen de las vidas de las mujeres y esto se cimienta a partir una lógica de extracción cotidiana de sus tiempos, energías y de sus cuerpas para que sirvan a los intereses masculinos.
La lógica de “la cuerpa de ella me pertenece” es la que hizo a los cinco hombres abusar de la mujer para demostrar su capacidad de potencia sexual y consolidar su heterosexualidad, algo que solo se logra a través de la fragilización y la violencia hacia ese otre sujete subalterne.
Interesantemente, esa credencial de macho no se las otorga la mujer abusada, sino que entre ellos mismos se legitiman su propia masculinidad. Por esto, algunes autores sugieren que la masculinidad es una aprobación homosocial, pues la virilidad se va reconociendo a través del lente de ese otro masculino que opera como examinador de una “verdadera” masculinidad. El otro masculino es quien dictamina la pérdida de mi reconocimiento como macho, lo que provoca que se desplieguen formas de dominación y violencia para su espectáculo.
Sin embargo, una práctica habitual de algunos hombres es que asuman que ya no tienen impunidad por sus conductas y eso en sí mismo es parte del privilegio masculino.
Existen aquellos hombres que rechazan formas de violencia extrema como las violaciones en secta, pero muy pocas veces llegan a reflexionar y autocriticarse sobre la cantidad de prácticas violentas que asumen de manera cotidiana desde sus distintos entornos. No es un violador, pero comparte la foto de la chica desnuda sin su consentimiento, quiere besarla cuando ya te antemano le dijo que no, comparte memes homofóbicos, deja el plato sucio de comida tirado en la mesa para que “ella” lo limpie y se involucra en las tareas domésticas que le parecen más divertidas. Se desidentifican y construyen un estereotipo de agresor que siempre es radicalmente diferente a ellos al decir “no todos somos iguales”. Esto último, por un lado, provoca la invisibilización estructural de las violencias machistas y patriarcales, y por otro, obstaculiza procesos de reflexión autocrítica que posibiliten identificar acciones que sean reparadoras de las violencias que experimentan cotidianamente las mujeres y las feminidades bajo un sistema patriarcal.
Lo que debe quedar claro es que cuando apuntamos al discurso de las “nuevas” masculinidades y a la deconstrucción de la masculinidad, no estamos interpelando a los hombres para que se pongan el pañuelo verde de la campaña de aborto libre y asistan a la marcha del 8 de marzo. Tampoco es que se pinten las uñas de colores ni se autodenominen como “feministas” para atribuirse cierto velo de radicalidad o hasta para conquistar a algunas chicas. Lo que queremos es que asuman una reflexión colectiva sobre sus posiciones de privilegio y las maneras en que los han naturalizado, así como traicionar la complicidad machista entre sus pares y transitar hacia otros pactos de sociabilidad.
Es importante pensar en la responsabilidad que tienen como colectivo de hombres en posiciones de privilegio en perpetuar las jerarquías de género e involucrarse en su transformación sin delegarle ese trabajo a ellas. Es fundamental abrir espacios de diálogo entre hombres para que no solo reflexionen sobre los mandatos que les impone el patriarcado hacia sus cuerpos, sino también para auscultar entre ellos mismos maneras de cómo democratizar las relaciones de poder entre los géneros.
Si nos concentramos en reflexionar solo en los mandatos de la masculinidad y cómo estos nos afectan, terminarían siendo reflexiones autocentradas e individualistas que solo buscan nuestro propio bienestar sin hacerle un solo rasguño al sistema patriarcal. Auscultar formas de liberarnos y sanar esa masculinidad que tanto daño nos ha hecho es vital, pero nos recuerdo que el sistema patriarcal sigue matando a las mujeres y a las feminidades todos los días, de distintas formas. Ya es hora de politizar lo personal y convertirlo en colectivo.
“Mirá si dejamos de decir que ‘se va a caer’ y nos ocupamos de dejar de sostenerlo”- Luciano Fabbri
Orla Maldonado es investigadore/a social en temas de masculinidad, teoría queer y activismos antipatriarcales. Este escrito es una colaboración de su parte para la campaña ¡Cambia ya!, contra la violencia machista.