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“¡Jum! No le creo”: La credibilidad de las víctimas de violencia de género 

(Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes)

Si lo denuncia la primera vez: “¿Qué le pasa? ¡Qué inmadura! En las relaciones hay que darle oportunidades a la pareja para cambiar”. Pero, si lo revela años después… “Eso no puede ser verdad; nadie aguanta tanto abuso. Si hubiera sido yo, a la primera, lo denuncio, lo meto preso y se acabó.”  No le creo. 

Si lo expresa de manera improvisada, espontánea: “Se lo sacó de la manga”. Pero si lo redacta con cuidado y lo lee con calma, lo graba o lo escribe para darlo a conocer: “Eso es un libreto, está planificado. Lo que quiere es montarle un rancho a ese pobre hombre.”  No le creo.

Si parte de lo que denuncia incluye infidelidades: “Esto no es más que un ataque de cuernos; pura venganza”. “¡Supéralo! Lo hombres son así. No será el primero ni el último”. No le creo.  

Si llora o se emociona cuando da su testimonio: “Es un show”.  Pero si no llora ni se conmueve al contarlo, si lo dice con serenidad: “Es fake”. No le creo.

Si reconoce el trauma del abuso y busca ayuda profesional: “Esa mujer está desajustada, es una enferma mental”. Si no busca ayuda es: “porque no le da la gana, porque servicios hay”. No le creo.

Si no se lo había dicho a nadie antes, es: “Porque no era tan serio el asunto nada”.  “Peleítas sin consecuencias que después se resuelven bien chévere en la cama”. No le creo.

Si lo que describe impresiona por lo violento de los actos: “Nadie aguanta eso. Si de verdad le hubiera causado tanto daño como dice, hace tiempo que lo hubiera dejado”. No le creo.

Si habla en términos generales de su victimización y no entra en detalles: “Son boberías. Lo que ella quiere es llamar la atención, echar sombras sobre la reputación de ese hombre”.  Pero si da detalles del abuso, es porque “lo que quiere es humillar a su pareja públicamente. Eso es bien feo”. No le creo. 

Si la pareja ocupa o aspira a un cargo político, si es un funcionario, una persona conocida o tiene un perfil de respetabilidad y ecuanimidad: “¿Cóoomo? ¡¿Fulano?! Un hombre tan decente como él sería incapaz de hacerle daño a una mujer. Ahí, hay gato encerrado. Él la debe haber dejado y ahora ella quiere sacarle chavos”.  No le creo. 

Si es una abogada o una psicóloga: “Para empezar, ella no puede ser víctima de violencia doméstica. Pero, si de verdad lo fuera, a la primera agresión hubiese salido corriendo al tribunal a radicar una querella, a solicitar una orden de protección y se hubiese divorciado, porque ella mejor que nadie conoce las leyes. O sabría cómo manejar el asunto emocional y psicológico sin tener que denunciar”. No le creo.

Si la víctima no tiene golpes o heridas físicas: “No es pa´ tanto. Que no exagere con eso del ‘maltrato emocional’. Se ponen bravitas y, después, cualquier cosa es maltrato. Ella no se ve muy santita que digamos. Sabrá Dios la cosas que le dice; a lo mejor la víctima es él”.  No le creo.

Si lo denuncia por las redes: “Qué desagradable. Los asuntos de pareja se resuelven en privado. Para eso, están la Policía, la ley, los tribunales. Es evidente que lo que quiere es desacreditarlo. Eso es premeditado. Es una oportunista. Es una buscona. Si todo lo que dice es verdad, que vaya a los foros pertinentes”. ¡No le creo! 

Las voces que recojo son solo algunas de las múltiples expresiones que se escuchan o se leen, cuando una mujer hace pública la victimización que sufre o sufrió en su relación de pareja. Son reacciones que buscan no tener que reconocer, validar o respaldar las denuncias de las mujeres víctimas-sobrevivientes de violencia doméstica.

Reflejan desconocimiento, prejuicios, distorsiones y falsedades sobre la realidad de las víctimas, los victimarios y las circunstancias en las que se da esta conducta y en las que puede darse una denuncia lo mismo en el ámbito familiar, social o legal. 

Las sospechas y los ataques para no creerles a las mujeres que denuncian son tantas como las particulares y diversas circunstancias que rodean los incidentes de violencia de género. El filtro de esos juicios integra elementos de la percepción y experiencia personal junto con los referentes, casi siempre estereotipados, sobre conductas de género que promueve una sociedad patriarcal y sexista como la nuestra.

Si bien nuestra sociedad ha evolucionado en el reconocimiento de principios de derechos humanos para hombres y mujeres, aún tropezamos diariamente con milenarias prácticas y expectativas de roles de género y estándares morales anacrónicos que marcan exigencias de conductas para las mujeres diferentes a las exigencias que hacemos para los hombres. 

El imaginario sociocultural de cómo deben comportarse víctimas y victimarios en relaciones de pareja tiende a estar profundamente arraigado en las expectativas de género tradicionales sobre lo que debe ser la convivencia de pareja. Para que el reclamo de las víctimas sea social y legalmente creíble, no basta con dar testimonio de la victimización de la manera en que la víctima pueda o entienda o le resulte conveniente hacerlo, contarlo o denunciarlo. La persona que hace una denuncia debe, a juicio de los demás, parecer y comportarse como los demás creemos que deberían comportarse las víctimas. 

Los estándares que legitiman a las víctimas de otros delitos varían, pero mucha gente pasa juicio sobre las víctimas de violencia de género con los mismos prejuicios con que juzgan a las mujeres todos los días. En el caso de las víctimas de violencia doméstica se les exige a las mujeres, más que a los hombres, el ser responsables de la estabilidad de la pareja, de la unión familiar, de “saber llevar un matrimonio”, de criar bien a la prole, de mantener la casa en orden, de proteger la privacidad de la convivencia, de aguantar y ser capaces de sacrificios, de evitar conflictos que amenacen la felicidad y la dulce paz del hogar. 

Las víctimas creíbles, entonces, deben aguantar (hasta donde la gente crea que deben aguantarse), deben guardar silencio (hasta donde la gente crea que se deben quedar calladas), deben someterse (hasta donde la gente crea que deben someterse), deben complacer a sus victimarios (hasta donde la gente crea que se deben complacer), y deben denunciar la violencia (de la manera en que a la gente le parezca apropiado). 

En no pocas ocasiones, por hacer lo que la gente cree que se debe hacer en situaciones de violencia, las víctimas se vulneran aún más y permanecen en relaciones violentas en las que las siguen maltratando, o minimizan la peligrosidad del agresor hasta que las matan. Lo terriblemente irónico e injusto es que, ni siquiera la muerte a manos de sus agresores, legitima del todo a las víctimas de la violencia en relaciones de pareja. No es raro escuchar de voces de vecinxs, familiares, policías o periodistas, explicaciones que excusan la conducta criminal de feminicidas y culpan y responsabilizan a las víctimas de sus propios asesinatos. 

Insistir en que las víctimas de la violencia de género y sus victimarios deben encajar en una tipología o conducta específica y preconcebida, suele tener un efecto revictimizante que contribuye a alejar a las víctimas de los procesos formales de acceso a la justicia. Igualmente, los estereotipos en relación a victimarios poco abonan a las tan necesarias sanciones y controles externos que ayuden a responsabilizarles por el comportamiento violento. La práctica de no creerles a las víctimas y de defender las conductas violentas de victimarios, le abre paso a respuestas sociales de impunidad que trivializan y relajan las relativamente nuevas normas socio-jurídicas que prohíben y deben desalentar la violencia de género. 

La credibilidad de las víctimas de violencia en relaciones de pareja siempre ha estado bajo escrutinio. De hecho, la Ley 54 es, por mucho, la ley más atacada en Puerto Rico desde fines del siglo XX hasta hoy. 

Lee también de la autora: Impunidad

Cuando asaltan a alguien en la calle, cuando le roban el carro en un centro comercial, cuando un/a vecino/a golpea a otre, la empatía típicamente se vuelca sobre las víctimas sin mayores exigencias que enterarse de su victimización. Del saque, se les cree, se les recibe con empatía y se les acompaña a buscar justicia. Y ya vendrá el proceso legal más adelante.  

No es así con las víctimas de la violencia de género.  Cuando, entre temores y obstáculos salen finalmente del aislamiento y del anonimato para denunciar o buscar ayuda, suelen encontrar rechazo, sospecha y nuevas agresiones sociales. Frecuentemente, la reacción inmediata es de incredulidad, hostilidad y “exigencia de pruebas”. La actitud es esperar a que “el aparato formal de la justicia adjudique” mientras seguimos acá pasando el juicio moral.  

Afortunadamente, gracias al feminismo, a las luchas de las organizaciones de mujeres, a los sectores sociales que trabajamos y avanzamos, hacia la equidad y el respeto a los derechos humanos de las víctimas y sobrevivientes de violencia de género, nuevas solidaridades también le esperan. 

No hay excusa para la violencia de género. Consideremos la empatía y la educación para la equidad con perspectiva de género para liberarnos de los prejuicios y las creencias que revictimizan y siguen multiplicando los daños en víctimas y sobrevivientes de esta violencia. 

Qué tal si la próxima vez que te enteres de las vicisitudes de una víctima de violencia de género en tu familia, entre tus amistades, en la comunidad o en las redes sociales, utilizas tu voz y tu poder, no para cuestionarla e invalidarla con un “¡jum, no le creo!”,  sino para apoyarla con un gesto solidario que le confirme que: “No estás sola. ¡Yo te creo!”.

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