El grito está debajo de la piel. Está luchando, retorciéndose, quiere escapar y liberarse. Viene acompañado de la desesperación y la incertidumbre. Queda forzosamente ahogado por la vergüenza, la culpa y el miedo.
La angustia silenciada se alberga en su estómago. Irremediablemente, crece y se alimenta por sí misma para revolcarle su estómago y causarle malestar. Le provoca un estado constante de expectativa, intranquila e inquieta, esperando el próximo cantazo que le reventará el estómago y la dejará sin aire.
La confusión abrumadora está latente en su mente. Es una enredadera de emociones y pensamientos imposibles de discernir. Le dan ganas de vomitar porque, entre el grito, la angustia silenciada, y la confusión, se le hace imposible entenderse; se le hace imposible explicarse. Y es que ella quiere salir corriendo, pero no puede. Está cumpliendo la sentencia del silencio.
El grito tiene que ser liberado, la angustia apalabrada, y la confusión esclarecida. Porque dentro de todo ese silencio impuesto, existen palabras estranguladas y suprimidas que están exigiendo ser verbalizadas, y existen tormentos que tienen que ser sanados.
El silencio impuesto por nuestras familias, los tribunales, las iglesias, las escuelas, es un asesino sigiloso. Callar la violencia nos aquieta, arrebata y quebranta. Y es que el silencio es poderoso, un castigo para quien lo acoge. El silencio es cómplice; el manto en el cual se recuesta la violencia. Es el dolor y la soledad acallada y arrinconada.
En un país en donde la indolencia e impunidad son las órdenes del día, donde ni las estadísticas de acoso y violencia sexual por parte de las agencias gubernamentales son correctas ni se aclimatan a las realidades que viven las cuerpas feminizadas y cuir en Puerto Rico, donde se nos revictimiza y acribilla, y se burlan de nuestras voces, es inminente la solidaridad, el cuidado colectivo y el acompañamiento.
Solo el 10% de las agresiones sexuales son perpetradas por personas desconocidas a la sobreviviente. Esto significa que la mayoría de las agresiones sexuales son cometidas por personas que conocemos, muchas incluso en nuestro círculo familiar. El silencio está haciendo sus fechorías, sosteniendo la violencia sexual intrafamiliar, entre amistades, en las iglesias. Es por esto que tenemos que entender una vez y por todas que lo que no se habla no desaparece, no deja de doler. Es hora de despotricar el silencio; de quitarle su poder. Es hora de salvar vidas, sanar y procurar el bienestar de las personas sobrevivientes.
En el mes de Concientización y Prevención del Hostigamiento y Acoso Sexual, apostamos por su dignidad y justicia, y le hacemos el llamado a nuestres pares, amistades, colegas, y demás personas que reten sus espacios. Incomoden. Problematicen. Que el silencio y el miedo no triunfen. Que el temor a cuestionar no prevalezca. Que nunca cesa el fervor por la justicia, los derechos humanos y la dignidad.
Por todas las niñas a las que les han obligado a callar,
por todos los niños a quienes no les han creído,
por todas las mujeres, personas trans y no binarias que viven con miedo,
nos tenemos y nos defendemos.
Lee aquí, también de la autora, No es “piropo”, es acoso callejero