Guardo un secreto. Lo llevo pensando desde que se dio a conocer el caso de Elianni Bello Gelabert, la “malamadre” que se atrevió a dejar (o “abandonar”, según la prensa amarillista) a su bebé de tres meses en el patio de la casa de su abuela paterna. Este es mi secreto: todas las madres, en algún momento, hemos pensado en abandonar a nuestros hijos.
¿Cómo lo sé? Porque soy mamá, porque quise huir corriendo y dejar a mi bebé. Esa tarde llegué cansada. Estaba oscureciendo. Ya no recuerdo si volvía del trabajo o del enésimo viaje al supermercado para reabastecer la nevera. Tampoco recuerdo cuál fue el detonante… algún comentario desacertado de mi esposo o el incesante llanto de mi hija, que apenas tenía unos meses. Lo que sí recuerdo fue la sensación de una tupida bruma gris de rabia y de frustración que me entró por la nariz, y, a través de mis pulmones, llegó hasta mi cerebro, en donde me nubló la mente y el buen juicio. Sin pensarlo, cogí mis cosas y salí del apartamento dando un portazo.
Caminé hasta el parque. Mi intención era volver en 10 minutos. Solo necesitaba salir a coger un poco de aire y despejarme. Iba a volver. ¡Se los juro! Deambulé por el parque llorosa, adolorida y cansada mientras miraba el atardecer. Miré el celular y vi los mensajes: “¿Cuándo vuelves? La bebé está llorando. Vuelve ahora. VUELVEVUELVEVUELVE”. Lo apagué y seguí caminando. Y 10 minutos se convirtieron en 20, 30, 60 hasta que dejé de contar. Anocheció.
Pensé en dormir en un hotel, pero antes paré en un restaurante para cenar. Esa noche no hubo bañito con agua tibia y aceite de lavanda, ni teta, ni cuentos de hadas. Esa noche, pedí un trago cargado de whisky (aunque todavía estaba lactando), y, por primera vez, desde que había dado a luz, cené tranquila, disfrutando de la comida, mientras observaba a los demás comensales. Regresé a casa a pie, más descansada que arrepentida, y más consciente que nunca del desgaste que nos provoca el modelo neoliberal y patriarcal de la maternidad que la sociedad nos ofrece como única alternativa.
En nuestro país, no hay red de apoyo para las madres. No hay un sistema de salud que atienda las necesidades de las mujeres y niños de manera integral. Tampoco hay una licencia de maternidad que vaya a tono con el tiempo de recuperación de nuestros cuerpos y de adaptación entre la madre y el bebé, ni guarderías de calidad subvencionadas por el Estado. Las madres somos abandonadas a nuestra propia suerte. En los mejores casos, a pesar de estar sujetas al ojo avizor del patriarcado, las más privilegiadas contamos con una red improvisada de apoyo familiar, vivienda segura, recursos económicos y tiempo de ocio. Nada más lejos de Elianni a quien nuestro sistema de “justicia”, despiadadamente machista y punitivo, dejó sin protección alguna en la calle.
Ante este panorama desgarrador en donde nunca somos lo suficiente y tenemos que resolver solas, en una sociedad en donde prevalece la presunción de la culpabilidad y todas somos “malasmadres” en potencia, cabe preguntarse qué exactamente se está criminalizando en el caso de Elianni.
Yo puedo escribir esto y admitir la verdad que callamos todas, porque me protegen mis privilegios de clase y raza. Nadie va a llamar a la Policía para que me quiten a mi niña y me encarcelen después de leer este texto. Sin embargo, para Elianni, una mujer pobre, inmigrante y marginada, reservan una sed de castigo implacable. ¡Que responda por sus actos! ¡Que le caiga encima todo el peso de la ley! Basta con escuchar el discurso en los medios y leer los comentarios en las redes sociales para percatarse de que, a pesar de los discursos pseudoliberales de los líderes de la colonia, los valores sociales en Puerto Rico se encuentran estancados en la barbarie y el oscurantismo. Cuando escucho o leo a las personas condenar a Elianni, me pregunto: ¿Qué saben estos mequetrefes de la maternidad? ¿Qué saben de pezones agrietados y perineos desgarrados? ¿Qué saben de la gran alegría y también la gran carga física, emocional, moral y síquica que representa la maternidad?
El día más feliz de mi vida fue el día en que nació mi hija. A la misma vez, también fue el día más terrorífico cuando comprendí el peso de la responsabilidad de cuidar a esa criaturita frágil y resbalosa que me acababan de colocar en el pecho.
Cabe también preguntarse quién se beneficia al hacernos creer en una visión de la maternidad idealizada, en donde todo es color de rosa. Definitivamente, no somos las madres que vivimos tratando de alcanzar un ideal imposible, porque aún la mamá más abnegada siempre será objeto de críticas. Si perdiste o no las libritas del embarazo, cuántos meses amamantaste, si sales a trabajar o te quedas en casa, si contratas a una niñera o matriculas a tu bebé en un cuido. Se vale todo al momento de menospreciarnos. Tampoco son los hijos quienes sufren al ver a sus mamás abrumadas y estresadas la cuasitotalidad del tiempo.
¿Acaso serán los padres? Al papá del bebé de Elianni no se le recrimina el hecho de haberse negado a cuidar de su propia hija. A diferencia de las mamás, los padres abnegados (que los hay) reciben una abundancia de cumplidos y halagos. ¡Un papá de cinco estrellas! ¡Es buen proveedor!
¿O serán tal vez los políticos? Es muy fácil apelar a la defensa del “no nacido” e instrumentalizar la religión para conseguir votos, y luego desentenderse por completo del colapso de los servicios de apoyo a la mujeres y los niños en el país. ¿O serán los ricos que se esconden detrás de los valores tradicionales para consolidar dinámicas de dominación y opresión?
Posiblemente, sean todos. Cada uno a su manera alimenta el apetito voraz del patriarcado, mientras que miles de madres como Elianni, soñamos con una maternidad imperfecta, pero libre y feliz.
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