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“Sherezade en el búnker”: recuerda la otra pandemia de la violencia de género

Sherezade en el búnker

De la literatura universal podemos encontrar relatos en los que la representación de la violencia de género es palpable o muy obvia, también muy normal. La literatura como disciplina -y esto lo he ido aprendiendo en mis años como estudiante- plantea muchas representaciones sobre lo que es o sobre lo que podría ser. Lo mágico de la literatura es la posibilidad.

De forma muy general, Las mil y una noches, la compilación árabe de cuentos, presenta la historia del rey “Schahriar”, quien tras las infidelidades de sus esposas, decide casarse todos los días con una joven diferente y asesinarla al otro día, para así evitar cualquier traición. Esto ocurre hasta que la joven “Sherezade” ofrece casarse con el rey con la condición de que no podrá matarla hasta que termine de contarle un relato. El cuento termina extendiéndose por mil y una noches, y el rey decide no asesinarla. 

Este contexto es importante para entender lo que ha hecho Marta Sanz Pastor con su cuento pandémico Sherezade en el búnker. Escribir de Marta Sanz siempre supone emoción. Es mi escritora favorita por mucho. Todo lo que escribe Marta envuelve un poco de magia literaria, algo que probablemente hace sin darse cuenta  -o adrede-, pero ese es otro tema. De forma seria, Marta Sanz es una escritora española que se ha distinguido por el carácter político de su obra literaria. Con una claridad contundente, reescribe la literatura universal para construir un relato actual que tiene como espacio la vida de una pareja en cuarentena durante la pandemia.

Desde el título, sabemos que algo sospechoso ocurre. El búnker es la casa, el espacio más seguro, supuestamente. Lo cotidiano es esencial para el relato, sabemos que lxs personajes están encerradxs y que tienen cómo pasar el encierro. Aquí, el problema no es económico. La narradora nos advierte: “Federico se echa la mano en el pecho y me dice mirándome con cara de pez: ‘Ya no puedo más’. Yo decido hacer como que no me entero, pero a los dos segundos se levanta de su silloncito de orejas con la cara congestionada de cólera: ‘Tú tienes la culpa de todo’”. 

“Sherezade” está clara de su estrategia y la pone en marcha. Comienza a narrarle el primer cuento mientras añade detalles sobre sus vidas antes de la pandemia, aunque sabe que el golpe es inminente. “Quieto, Federico, quieto. Te entiendo perfectamente, pero no me levantes la mano”. El primer relato no resultó. La narradora recuerda su plan, comienza otro cuento y añade otra anécdota de sus vidas: “Los hombres aguantan los encierros peor que las mujeres. A mí me enseñaron a quedarme en casita […], pero Fede fue uno de esos niños de jugar en la calle hasta las tantas. Jefe de la banda del moco. Burrote, como a mí me gustan los tíos, pero sin llegar a los excesos en los que estamos a punto de incurrir. Veo a mi Fede con ganas de sacar la mano a pasear”.

A los hombres se les deja claro, desde la niñez, que su lugar siempre podrá ser el espacio público, mientras que a las niñas les toca el espacio privado, el silencio, la mansedumbre, lo doméstico. Comienza otro cuento y tampoco funciona. “El tiempo se dilata exageradamente. Con la fuerza bruta no podré reprimirlo. Está tan alterado… Entiendo que este encierro resulta asfixiante incluso para mujeres como yo que no somos de salir a mover el tacón todos los días”. 

Federico está descontrolado, pues, según la narradora, la cuarentena lo tiene más enfermo de lo común. Ella menciona que su marido había cambiado luego de una operación, no siempre fue así. Así violento, así abusador. Sin embargo, necesita seguir imaginando cuentos porque es la única manera de salvarse: “‘Tú tienes la culpa de todo’. Federico tiene un poco de razón, en este caso y casi siempre, inmediatamente he sabido que debía pensar de prisa. Por mí y sobre todo, por él. El tiempo se agota, Federico no parece dar tregua ni detenerse, está frente a mí. Ha perdido parte del color púrpura que le subía desde el cuello hasta los mofletes. […] Manteníamos interacciones muy tranquilizadoras. Hasta que llegó la pandemia. […] Hoy confío en mi palabra seductora y en la rentabilización de mi aún no despreciable capital erótico: ‘Había una vez, Federico’”… 

En esta dinámica, no faltan voces externas para advertir lo obvio: “Tú sabes que vuestra relación es tóxica, ¿verdad, mami?, afirma mi hija Esmeralda. Como si su padre y yo padeciéramos alguna enfermedad infectocontagiosa”. La narradora sabe, espera, conspira, actúa. “Mis palabras son mi maniobra Heimlich. Escucha, Federico, ahí va mi golpe sanador, había una vez”… Parece que logró su cometido, parece que al menos hoy pudo salvarse la vida “por fin a mi Fede se le ha pasado el ataque […] Toda mi imaginación está a su servicio. Siempre lo voy a cuidar […] Aunque se nos ahúme el búnker, no nos cabe en el pecho una mayor felicidad”. 

Este cuento, más que denunciar la violencia de género, nos permite mirar desde un agujero, como bien dijera la narradora, las realidades de quienes viven estas violencias en la intimidad del espacio doméstico. Incomoda y pareciera, por momentos, que la narradora justifica y complace a su agresor, que no es más que otra forma de salvarse y también es un sutil tono paródico que entra a la conversación. No es secreto para nadie que los agresores duplican sus violencias cuando sus víctimas deciden romper los ciclos.

Dice “Sherezade”: “A Fede le causa tanto mal mi voz dentro de sus tímpanos que quizá debería someterme a esa operación de perros que consiste en cortarles las cuerdas vocales para que no ladren. Mi tono así acompañaría la faceta seductora de mis narraciones”. Ese tono condescendiente es importante para entender muchas dinámicas de violencia que se dan como consecuencia de la manipulación de los agresores.

En este cuento, Sanz plantea los extremos, la línea fina y casi invisible de los límites que se cruzan a nombre del amor. Un amor romántico, patriarcal, violento. Un no-amor. La narradora lo deja claro en un momento cuando dice: “Federico, ¿estarás tú detrás de mis palabras? ¿Me estarás manipulando las cuerdas vocales telepáticamente de modo que yo diga lo que tú quieres oír para aliviar este encierro? Sin que yo me dé cuenta me mueves a través de algún aparato inalámbrico”. La narradora sabe lo que pasa, y Marta Sanz lo describe sutilmente con una de sus acostumbradas formas extraordinarias en que visibiliza experiencias con explicaciones meramente físicas. 

En la reescritura de este cuento, Marta Sanz recuerda otra pandemia. Una violencia de género que en el encierro aumenta la vulnerabilidad hasta el extremo del peligro. La necesidad de visibilizar un asunto de salud pública que nos acompaña desde hace muchos siglos. El recordatorio de nuestra humanidad, la realidad de que nada es como quisiéramos. “Sherezade” es el nombre de aquella joven y también el de todas las mujeres que a diario se las ingenian, luchan, diseñan estrategias de escape y liberación para sobrevivir a la violencia de sus agresores. La apuesta por una literatura incómoda, reflexiva, autocrítica. Y por la apuesta me permito regresar a una de las descripciones que Sanz hace sobre sus personajes femeninos: “Escribo sobre libros de mujeres y construyo personajes femeninos que no son prostibularios ni angelicales. Mujeres llenas de fuerza, defectos, esperanzas. Mujeres a las que les cuesta desprenderse de la película grasienta de un pasado que las paraliza. Colibríes y sonámbulas. Mujeres con dolor o con alegría a las que el corazón les va a cien por hora”. 

Ahí vamos todas. 

Lee el cuento de la autora, quien donó sus derechos, aquí

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