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¡Negra, sin pedir permiso!

Cuando recibí la invitación para participar en un simposio sobre oncología, me sorprendí. Aunque creo que la Medicina y la Antropología, como ciencias, deben coexistir armoniosamente, no me lo esperaba. Entonces, pasado el asombro, acepté la invitación. Me correspondía hablar sobre racialización en Puerto Rico a un grupo de oncólogxs locales y de Estados Unidos. Más que intervenir como antropóloga, decidí que participaría como la hija de Olga, una mujer negra puertorriqueña que falleció de cáncer de colon con metástasis al hígado en 2010.

Mi mamá, Olga Esther Rexach-Ayala, nació el 31 de enero de 1951 en el pueblo de Fajardo. Allí se crió en un hogar humilde. 

Al completar la escuela superior, mi abuelo Millo empezó a trabajar en la central azucarera de Fajardo; luego, se dedicó a la albañilería y la ebanistería. De niña, lo recuerdo cuando llegaba de su trabajo en una fábrica, pues traía pan para acompañar el café de las tres de la tarde. Mi abuelo nunca aprendió a manejar; así que pedía transportación hasta el pueblo para detenerse en la panadería y llevarnos pan caliente a sus nietas y nietos.

Por su parte, mi abuela no completó la escuela intermedia. Con 89 años, sigue siendo una ama de casa abnegada. Mi abuela sobrevivió a una infancia y juventud colmadas de violencias. A los 58 años, fue operada de cáncer de colon. Afortunadamente, se lo detectaron a tiempo. Recuerdo vívidamente ese día que mi mamá llegó a casa devastada tras conocer el diagnóstico de su madre. El día de la cirugía de mi abuela Prin, el cirujano salió a avisarnos que había sacado “lo malo” y que ella no requeriría ningún tratamiento poscirugía.

Mami era muy cobarde y miedosa para los procedimientos médicos. En 2009, mi papá le pidió al oncólogo que la atendía por anemia que le ordenara una colonoscopía a él. Papi quería decirle a mami que el proceso no era doloroso. Finalmente, mami accedió y el oncólogo le prescribió una colonoscopía. Cuando el gastroenterólogo le hizo la colonoscopía, removió varios pólipos, pero identificó la existencia de un tumor que, evidentemente, no podía atender de manera ambulatoria. El MRI leía “colon cancer, liver metastases”. Mami quiso que la operara el mismo cirujano que había operado a mi abuela años antes. 

Yo anhelaba que el cirujano saliera a informarnos que había sacado “lo malo” y que mami estaría bien. No obstante, nos dijo: “Ella va a tener que recibir quimioterapia”. 

Mami decidió que el oncólogo que no insistió en averiguar a qué se debía su anemia y que solo recurrió a transfusiones de sangre y a inyectarle hierro siguiera atendiéndola. Él nos explicó que el cáncer estaba en estadio 4, que solo habían tres regímenes de quimioterapia para ella. “Cuando uno no funcione, pasamos al otro; luego, al otro… Lo descubrimos muy tarde”, sentenció. 

Yo quise respetar el deseo de mi madre, pero, además, le pedí que me complaciera y me dejara llevarla a otro oncólogo. Mi madre me permitió llevarla al Centro de Cáncer del Auxilio Mutuo, a lo que se llamaba Centro Médico Adaptógeno y a una clínica experimental de infusiones de vitaminas. Nada parecía funcionar. Su vida se iba apagando…

Mami se crió comiendo mariscos frescos. Su tío era pescador. Pescaba en las aguas contaminadas por la Marina de Guerra de Estados Unidos; un mar compartido entre Vieques, Fajardo y otros pueblos de la zona este de la nación. Cuando mi abuelo se gastaba su salario en alcohol, mi abuela se las ingeniaba para darles de comer a mi mamá y a mi tío. 

Al casarse con mi papá y dedicarse a cuidar a mis dos hermanos y a mí, mami procuraba cocinarnos diariamente. Si bien nunca nos faltó comida, no había dinero para comprar alimentos saludables ni orgánicos que nos permitieran llevar una dieta balanceada.

Mami falleció el 17 de noviembre de 2010, a los 59 años. ¿Qué circunstancias y quiénes le acortaron la vida a mi mamá?

Nuestra historia -porque de muchas formas es la mía también- es solo un ejemplo de cómo opera la racialización en Puerto Rico.

En el panel, en el que compartí mesa con la antropóloga Ísar Godreau y el economista José Caraballo Cueto, autores de un artículo sobre racismo, colorismo y disparidades de salud, fue necesario establecer la diferencia entre raza y etnia, fenotipo y genotipo para entender cómo el racismo antinegro vulnerabiliza a las personas visiblemente negras y las coloca en posiciones de inequidad a la hora de recibir servicios de salud. También, fue necesario traspasar el análisis de la raza desde una perspectiva biológica y discutirla desde una óptica política.

A pesar de lo doloroso del proceso de exponer sobre la enfermedad y la muerte de mi madre, la oportunidad me sirvió de catarsis. Fue un espacio liberador para denunciar la negligencia médica que sobrevivimos las personas evidentemente negras con regularidad.

Al terminar mi exposición, era la hora del almuerzo. Una experta en terapias noveles contra el cáncer se sentó en mi mesa, y me felicitó por “atreverme” a utilizar un vestido colorido en una conferencia sobre oncología clínica. Será en otra ocasión que les explique por qué ese comentario es problemático, inadecuado e irrespetuoso, y explica cómo son racializadas nuestras cuerpas negras.

Por ahora, me reafirmo como una mujer Negra, sin pedir permiso.

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