(Foto de Isabela Kronember en Unsplash)
Hace ocho años, salí con un hombre por un tiempo. Nos conocimos por un amigo en común en una de las tantas barras que hay en Nueva York. Conectamos y nos llevamos bien. Se veía un tipo agradable. Era terapista físico y siempre que estábamos caminando por las calles neoyorquinas y él veía viejitos caminando con bastón o andadores se detenía a hablarles y a mostrarles cómo usarlos mejor para que se sintieran mejor.
Un hombre encantador y atento.
Sin embargo, a veces, me sentía rara con él. Por alguna razón, no me sentía cómoda.
Nunca me gritó ni me pegó, pero fui notando comportamientos que no me gustaban.
Hablaba de nuestras intimidades con sus amigos sin ningún tipo de filtro. Bebía mucho cuando salíamos e, incluso, llevaba alcohol en vasos plásticos cuando íbamos en el tren (en Nueva York es ilegal llevar cualquier tipo de alcohol en envases abiertos). En las barras, si alguien me miraba, me ponía el brazo en el hombro, poniéndole peso, como diciendo: “Acuérdate de que soy yo el que está contigo”, o de momento, me besaba apasionadamente; no me gusta eso de estar besándose frente a todo el mundo. Pero él lo hacía, sobre todo, cuando había mucha gente.
Me dejaba flores y cartas en la puerta de mi apartamento cada vez que yo regresaba de mis viajes; lo sentía yo como un: “Sé que llegaste. He aquí la prueba”.
Yo, según él, era su territorio. Me trataba como su trofeo.
Era un macho cabrío con una sonrisa de oreja a oreja.
Me sentía incómoda en la relación. La terminé. No lo aceptó muy tranquilamente. Él me preguntaba que por qué, que él me trataba muy bien. Nunca tuve temor de que me fuera a hacer daño, pero siempre tuve esa incomodidad de la que hablé al principio, así que recurrí a la vieja técnica: “No eres tú. Soy yo”, porque lo había visto perder un poco la cabeza en las barras. Detuve todo contacto, y no supe más de él.
Hasta agosto de 2018, cuando recibí un mensaje del amigo que nos presentó: “¿Supiste lo que pasó con fulano?” “No”, y me envió el enlace con una noticia en un periódico.
Era sobre ese hombre con el que había salido hacía ocho años. “NYPD: Man kills wife, ex-wife, 6-year-old son and himself”. La noticia decía que asesinó a su esposa, a su exesposa y a su niño de seis años y se suicidó.
El terror y la rabia se apoderaron de mí en ese momento. Recordé cómo, a veces, lo sentía como si él estuviera al borde de perder los estribos, pero, como siempre, tenía esa sonrisa de hombre encantador. La de un hombre que se preocupaba por los viejitos.
La rabia me sigue acompañando y escribir sobre esto, aunque no la atenúa, me quita un poco el sentido de impotencia. El compartir esta historia se siente imperativo. Muchas veces, las señales de un maltratador no están claras o, simplemente, no hay señales.
He vivido la violencia solapada, con este fulano y con otro mengano que fue un novio que, aun cuando me mudé de un estado a otro, me seguía visitando. Este mengano que me botó de su casa una vez, que me hacía sentir menos que él hasta que me harté y no lo permití más. Tomó mucho tiempo lograrlo.
¿Cómo es posible que haya gente que siga justificando los asesinatos de mujeres al decir “Ella se lo buscó”?
Nosotras no nos buscamos nada. No deberíamos tener que estar cuidándonos de la manera en que lo hacemos y no deberíamos estar viviendo con miedo. La responsabilidad es totalmente de él, del que agrede. No es mía.
Desde que yo estudiaba en la UPR en Río Piedras, camino con las llaves en la mano como si fuera una manopla. ¿Por qué diablo tenemos que estar viviendo con miedo?
En esta historia hay algo que no me pasó a mí.
Pero no tiene que sucederme. No tiene que sucederte. No tiene que sucederle a alguien a quien conozcas.
Simplemente, no tiene que suceder.
*Edna Lee Figueroa es una actriz puertorriqueña radicada en la ciudad de Nueva York hace nueve años. También es productora de teatro, traductora y editora.
Si estás en una relación de violencia o conoces a alguien en esta situación, busca ayuda.