Desde niña, jugaba a ser maestra. Recuerdo que alineaba a mis muñecas y peluches y, con una pizarra que mami me había regalado, impartía mis clases a esos que fueron mis primeros alumnos. Luego, decidí que iba a estudiar periodismo. En aquel momento, el periodismo se veía como esa profesión que me permitiría educar, pero a grandes escalas. No sé cómo surgió mi amor por la enseñanza, pero lo que sí sé es que quienes nos dedicamos a la pedagogía la mayoría somos mujeres.
Soy maestra y periodista, y no puedo dejar de pensar que, en un contexto de crisis económicas y políticas, casi siempre, habrá un sector de la población que se afectará más. En el caso del magisterio, el Plan de Ajuste de la Deuda (PAD) coloca en una posición de mayor vulnerabilidad a las mujeres, madres y adultas mayores que son o fueron maestras.
Según el Perfil del Maestro 2012-2013, las mujeres constituyen 80.5% de los maestros del país. Los hombres solo representan el 19.5%. Y mientras más bajo es el nivel escolar que se imparte, las maestras son más. Por ejemplo, en preescolar, el 90.2% de las docentes son mujeres y los hombres solo integran el 9.8%.
¿Estos datos son casualidad, costumbres o un mandato? ¿Cómo y cuándo surge la feminización de la profesión docente en nuestra sociedad?
Los conservadores se empeñan en decir que las mujeres elegimos mal nuestras profesiones, según ellos esa es la razón por la que existe la brecha salarial por género. No obstante, la realidad es que la precarización de las profesiones realizadas mayoritariamente por las mujeres tiene una explicación histórica.
De forma general, la feminización del rol de maestra fue un proyecto político, histórico y pedagógico de la clase política de finales del siglo XIX. En ese momento, la enseñanza se posicionó como un trabajo “apropiado” para las mujeres porque ellas ya educan en el hogar y seguir haciéndolo en la escuela sería algo “natural”, expone el libro Historia de las mujeres en España y América Latina de Isabel Morant.
Por consiguiente, se cristalizaron las diferencias de género, y se apoyó un modelo de mujer con formación académica, pero no para su crecimiento personal, sino para que continuara al servicio de otros.
Reproduciendo estereotipos de género, las mujeres eran vistas naturalmente como cuidadoras, bondadosas, pacientes, amorosas y comprensivas. Por lo tanto, eran las personas perfectas para ejercer la profesión que educaría a las generaciones futuras en sociedades que estaban en procesos de modernización.
Por esta razón, el trabajo de maestra ha sido históricamente desvalorizado porque está asociado a las labores “femeninas” que se hacen dentro del hogar. Que las políticas de austeridad condenen al magisterio es un asunto feminista. A quienes arrastra a la pobreza es nuevamente a las mujeres.
Y esa actitud de restarle importancia a las labores que están ligadas al lado emocional y “no productivo”, según la lógica patriarcal y capitalista, nos ha llevado al modelo neoliberal que hoy tenemos, en donde no podemos reconocer que estos trabajos son el sostén y la base de nuestra sociedad. Todos los seres humanos necesitamos ser cuidados y educados desde el amor.
Con la idea instaurada de que las mujeres están llamadas a cuidar y educar, se ocultaron las determinaciones de género. Es por eso que las mujeres todavía ocupan la base de una pirámide que funciona y sostiene un sistema, pero un sistema que sigue siendo articulado y manejado por los hombres, principalmente, cisgénero, blancos, heterosexuales, con capital y del norte global. Porque así funcionan los estereotipos. Tienen el poder de ordenar el mundo para establecer y mantener la hegemonía del grupo dominante, en este caso, el patriarcal.
Si bien la base de la pirámide magisterial tiene cara de mujer, hacia arriba se va masculinizando. Es decir, las posiciones de decisiones y poder siguen estando ocupadas por los hombres. De las siete regiones educativas, solo dos, Caguas y Humacao, tienen directoras regionales.
De acuerdo con una investigación realizada por la organización Oxfam, 252 hombres en el mundo tienen más que todas las mujeres y niñas de África y Latinoamérica. Es más fácil argumentar que las mujeres no nos estamos esforzando lo suficiente, que nosotras elegimos mal nuestras profesiones y que somos pobres porque queremos. Ese análisis banal es mucho más sencillo que navegar la complejidad y entender cómo se estructura y se sostiene la desigualdad de género.
De seguro, esos 252 hombres, con un servicio de trabajadoras domésticas que sostienen la vida dentro de sus mansiones, se han esforzado más que la maestra, que saca hacia delante sus clases y estudiantes sin los recursos necesarios y, además, es madre soltera. Vivimos en un mundo tan individualista que ahora la culpa de las injusticias sociales se individualiza. Tú eres la culpable de ser una maestra explotada. El sistema te señala y te acusa, mientras intentas sobrevivir a sus violencias normalizadas.
Reclamar trabajo, retiro y condiciones laborales dignas para las maestras es un principio feminista básico. La estructura docente debe ser mirada sí o sí bajo la lupa de la perspectiva de género. Al ignorar estas diferencias, continuamos marginalizando a las mujeres.