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Los hombres al otro lado de la calle

Acoso callejero

(Foto de Ashim D’Silva en Unsplash)

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Algunas cosas nunca cambian. Nací en Cayey, y viví en Jayuya hasta que tuve 13 años, cuando me mudé a Florida. He estado viviendo aquí desde entonces. He tenido la oportunidad de viajar y conocer diferentes ciudades y culturas. A pesar de todo, dos cosas han sido persistentes: el sexismo y el acoso sexual existen en todas partes. No importa dónde vaya, o qué edad tenga, he experimentado la vergüenza que me produce un hombre que hace comentarios no deseados sobre mi cuerpo, la forma en que los hombres me rechazan simplemente porque soy una mujer, el miedo de ir a cualquier parte sola.

Habiendo vivido tanto en Puerto Rico como en Florida, he aprendido la carga que conlleva ser una mujer en el mundo.

Recuerdo que crecí en Jayuya, rodeada de montañas y el canto constante del coquí. Recuerdo pasar tiempo con mis abuelitos, mirar telenovelas y tomar café con leche. También, recuerdo haber ido a mi escuela primaria, con mi mochila de REBELDE, de color rosa brillante, con mi polo blanco bien planchado y mi falda a cuadros, y hombres borrachos intentaron propasarse conmigo y con mis amigas de 10 años mientras pasábamos por los portones de la escuela.

Esto fue una ocurrencia diaria. Los hombres se paraban en mi escuela primaria, bebiendo y acosando a las jóvenes, con pocos adultos tomando medidas para detenerlo. Esto no fue algo de lo que una se quejaba, sino que lo ignorabas  y esperabas que nunca se emborracharan ni se acercaran demasiado. Aprendimos a vivir con eso, porque al final del día “estos eran hombres siendo hombres”.

Recuerdo haber escuchado a adultos en mi vida hablar sobre eso. Solían decir que estos hombres eran asquerosos, pero peor eran las chicas que les hablaban. Este no era un pensamiento raro, en el pueblo se sentía poca simpatía por las chicas que se acercaban demasiado a estos hombres. Si quedaban embarazadas, a estas niñas (generalmente entre los 14 y los 16 años) nunca se les consideraban víctimas de depredadores sexuales, sino que se les consideraban “putas” que debieron haber mantenido las piernas cerradas. Fueron excluidas, ridiculizadas y dejadas solas por todos a su alrededor. Estas niñas a menudo perdían su educación, amigos, dignidad y juventud. Los hombres continuaron bebiendo, riendo y acosando a las jóvenes de enfrente. Siendo una joven de 12 años, no entendía la dinámica política y social de la época, solo sabía que estaba mal.

Pero al final del día, esta era una vida “normal”, una vida de la cual mis padres trataron de protegerme a mí y a mis hermanas. Esta fue la fuerza impulsora detrás de la mudanza de nuestra familia a Florida en 2008. Mis padres querían una vida mejor para mí y para mis hermanas, una vida en la que pudiéramos ser financieramente estables, capaces de mejorar nuestra educación y a salvo de los hombres repugnantes de la calle. Todos creíamos que sería así, pero no fue así.

Sí, mis padres están estables económicamente, y sí, mis hermanas y yo hemos podido perseguir y alcanzar nuestras metas académicas, pero los hombres de la calle nunca se fueron, simplemente cambiaron de forma.

Siendo tres niñas, continuamos experimentando avances sexuales de hombres mayores, continuamos defendiéndonos de manos y miradas no deseadas; todo lo que cambió fue que a esa dinámica se le sumó el racismo.

No fue suficiente que mis hermanas y yo no nos liberáramos del acoso sexual como nos prometieron, también tuvimos que lidiar con el racismo que venía por tener un acento y pieles más oscuras. Si un hombre no le gritaba a mi hermana de 16 años sobre las cosas que quería hacerle a ella en medio de una gasolinera, otro me gritaba que volviera a mi país. A veces, el racismo venía en forma estereotipos: hombres y niños esperando que fuéramos más abiertas sexualmente porque éramos puertorriqueñas.

Al principio, fue impactante y aterrador. Les gritábamos a los hombres, les decíamos a nuestros padres y amenazábamos con llamar a la Policía. Pero, como hicimos con los hombres al otro lado de la calle, aprendimos a vivir con eso. Creamos nuestras propias reglas: si es un hombre blanco que grita, habla español para confundirlo; si es hispano, ignóralo; si te sigue, aléjate rápidamente y encuentra a alguien que te ayude. Cualquier cosa para mantenerlos lejos.

Ahora tengo 23 años, estoy completando mi maestría, soy una feminista empoderada y aún pienso en los hombres en la calle.

Ser mujer me ha enseñado que el sexismo no se limita a una ciudad, una cultura o un país. Vivir la vida como mujer puede ser una carga que a veces puede incluir también el racismo y la discriminación. Esta es la razón por la cual el feminismo y las activistas feministas son tan importantes, como una comunidad inclusiva en la que podemos empoderar y proteger a las mujeres contra los hombres en la calle.

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