Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes
Hace una semana, mientras sobrevivíamos el apagón masivo, bregábamos con la comida podrida de una nevera sin electricidad, también con la incertidumbre y el gasto económico en alimentos y gasolina mientras regresaba la luz, otros alentaban a que debíamos agradecer por tener vida, pero ¿a qué costo?
Uno de ellos fue el vicepresidente de LUMA Energy, Kevin Acevedo, quien, en una conferencia de prensa, que medio país no pudo ver precisamente por no tener electricidad, se ocupó de hacerle relaciones públicas a su compañía. Aseguró que la gente ha visto un cambio en el servicio de la luz en Puerto Rico. No sé dónde. Miente. Lo peligroso de este discurso es que cala en la narrativa de la opinión pública para empañetar la ineficiencia de una empresa privada que vino a hacerse de billetes con el sistema eléctrico de nuestro archipiélago.
Además, fueron varios los comentarios que leí en las redes alentando a que no podíamos quejarnos porque siempre hay personas que la están pasando peor. No estoy de acuerdo con esto. Hay unas realidades y desigualdades materiales que claramente hablan de nuestras experiencias, sin embargo, es importante darle paso a la queja.
Vivimos en un país en el que nos faltan el respeto todos los días. Veo la queja como esa llamita pequeña que aparece para recordarnos o hacernos conscientes de que algo, definitivamente, está mal. De que nos faltan recursos porque nos los roban. De que perdemos compra, energías, salud y hasta la vida porque un servicio esencial como la electricidad se ha mantenido más y más vulnerable no solo por los eventos atmosféricos, sino por un sistema y una administración que nunca vio el mantenimiento como una prioridad. Estrategia harto conocida del neoliberalismo para dar paso a la privatización, porque imagínate, todo lo privado es mejor. También, mienten. Para prueba, con un botón basta entre estos apagones.
Habrá quienes dirán que cuando solo operaba la Autoridad de Energía Eléctrica también había apagones. El problema es que ahora el Estado puede zapatearse de cierta responsabilidad porque se la vendió a una corporación privada que no tiene ningún compromiso social con nosotras. Privatizar un servicio esencial para darle paso al lucro es un acto criminal. En Puerto Rico lo han hecho o lo intentan todos los días con la salud, la educación, lo hicieron hace poco con la electricidad y también tratan a paso lento con el agua. No es casualidad que los embalses de agua en el país hayan estado y sigan estando en la mira de LUMA.
Regreso a la queja como herramienta para reivindicar nuestro derecho a exigir otro país. La queja es también indignación. Es ese coraje que sale de la conciencia de que nos están violentando. También, es impotencia y mucha rabia reprimida. Quejarse es un acto de rebeldía que apalabra la incomodidad que sentimos. Los privilegios atraviesan nuestras experiencias y también nos hacen conscientes -en algunos casos- de las realidades que viven otras personas. No son camisas de fuerza ni lugares cómodos para quedarnos calladas ante la realidad violenta de otros. Me preocupa la manera en que los medios, en general, normalizan la precariedad de nuestro sistema eléctrico alentando a la compra de placas solares o plantas eléctricas. Ahí, es cuando el privilegio hace mucho daño, cuando no somos capaces de reconocer otras experiencias, y partimos desde una premisa del acceso que es irreal. Reivindico la queja, como bien ha dicho Marta Sanz, porque es una forma de resistencia. De la queja pueden surgir la acción, la voluntad para ponerse de pie y caminar hacia otro lugar.
Negar la queja es cederle poder al positivismo tóxico y comercial de que somos resilientes, and whatever that means en Puerto Rico. Esa palabra me rechina los oídos porque tomó un auge terrible luego del huracán María. Aguanta, resuelve, sobrevive si puedes. Estamos hartas de ser resilientes, de aguantar los embates naturales y políticos de una gente que decide sobre nuestras vidas, pero nunca las han vivido. De dejarnos pisotear la dignidad mientras nos dejan sin escuelas, sin sistema de salud, sin electricidad, sin agua, sin comida, sin vida, sin país.
Probablemente, sueño como una niña malcriada y me gusta serlo. La niñez es adaptable, pero también muy intolerante a lo que molesta. Subestimamos las lecciones que nos dan les niñes a diario. No sé si esto soluciona algo, pero me empeño en ello. La queja es un lugar muy importante para dar paso a otras acciones. Apuesto a la queja como principio y también como motor para movilizarnos mientras la dignidad no sea costumbre en este mundo que nos tocó vivir. Lo importante de la queja es que nos invita a hacer otras cosas, a intentar otras formas. La queja siempre será resistencia. No dejemos de usarla ni dejemos que nadie nos diga que no podemos quejarnos. La queja nos aleja de ese positivismo tóxico que nos culpa por enojarnos ante tanto atropello. Sean cuales sean nuestras circunstancias, hay que quejarnos en voz alta porque nos merecemos más, mucho más.