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El problema de “amor es amor”

(Foto de Johnell Pannell en Unsplash)

¿Tuve que esperar a enamorarme para saber que soy gay? ¡Claro que no! Por eso, tengo serias reservas con el uso de “Amor es amor” en el contexto de orgullo lésbico, gay, bisexual, transexual, transgénero, queer, intersexual y asexual (LGBTTQIA). Más aún, me entristece que usemos una aseveración discriminatoria como supuesto estandarte de equidad.

El problema fundamental de “Amor es amor” es que invisibiliza a las personas solteras. Esta exclusión reproduce la falacia de que, para disfrutar de la sexualidad “correctamente”, tenemos que estar emparejados, ennoviados, comprometidos, casados. Así, quedamos seducidos por el slut-shaming cristiano-patriarcal, el mismo que le dice “jamona” a una mujer straight que, en sus 30 o 40, no se ha casado. Ella, que probablemente esté activa sexualmente, ¿deja de ser heterosexual por no haberse “consagrado” a un solo hombre? Por supuesto que no. Al contrario, quien se entere de sus “decisiones” o su “estilo de vida” la tildará de “puta”, de “demasiada mujer”. Mientras tanto, celebrará al hombre que, con la misma edad, mantiene un estatus de donjuán. Esas son las dos opciones que ofrece el menú cristiano-patriarcal para las/os solteras/os. De las/os poliamorosas/os no hay qué decir, porque ellas/os ni siquiera existirían en este imaginario machista que aún nos domina.

Así, de forma inadvertida, “Amor es amor” se enraiza también en la veneración de la monogamia como la expresión “adecuada”, “deseable” y “aceptada” de la orientación sexual. Bajo esa premisa, las/os solteras/os están quedaos, “irrealizados”, “incompletos” o, peor aún, “envilecidos” por la lujuria. Como LGBTTQIA, afirmar “amor es amor” implica comunicarles a los heterosexuales que somos igual de “dignos” que ellos porque somos capaces de esa “santa unión” de dos seres, de dos mitades, de dos medias naranjas… porque, igual que ellos, nosotros solo queremos “amar”. Es como si les pidiéramos permiso para existir con el argumento de que nosotros también amamos tan “puramente” como ellos.

Quitémonos esa máscara y, de paso, aprovechemos para quitársela a ellos también. No somos homosexuales, heterosexuales, lesbianas, bisexuales, asexuales o pansexuales debido a nuestra capacidad de “amar”, mucho menos porque “consigamos” a ese “alguien” con quien “compartir nuestras vidas”. Si de orientación sexual se trata, nuestra relación con el sexo nos define más que nuestros sentimientos hacia otra persona. A los 19 años de edad, cuando salí del clóset, aprendí a sentirme orgulloso por mi sexualidad, no porque estuviera pidiendo “permiso social” para tener una pareja. Ese es el orgullo que me gustaría legarles a los jóvenes que estén en vías de abrir el armario, de forjar orgullo por lo que son. No hay nada de malo en querer disfrutar tu sexualidad libremente; no hay nada de malo en no querer hacerlo; no hay nada de malo si decides quedarte soltera/o. No importa la forma en que escojas manifestar o no manifestar tu sexualidad, siéntete orgullosa/o reconociéndola, abrazándola, des-escondiéndola. Amor es amor, y sexo es sexo.

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