No sé cuántos eventos violentos, en cualquiera de sus formas, deben ocurrir para que una mujer hable. No reconozco ninguno, al momento, porque, por un lado, no he sido sobreviviente de violencia de género, y, por otro, porque las experiencias de vida y nuestras reacciones a ellas no se miden con una camisa de fuerza.
Sin embargo, las razones por las que una mujer no hablaría casi siempre son las mismas, tomando en consideración la vulnerabilidad a la que se expone tanto en su círculo familiar como en el juicio público. Por un lado, el miedo, la inestabilidad económica, las pocas o ninguna garantía de seguridad y protección que le brinda el estado, y el sello de víctima que le toca cargar. Sobre esto último, concuerdo con Marta Sanz en que:
“No querer asumir el calificativo de «víctima» —a veces, porque no es justo, a veces por miedo— no es óbice para sacar a la luz otras facetas de vulnerabilidad que avalan […] nuestro derecho a querer salir de las cáscaras que nos oprimen las extremidades y limitan nuestro mundo […] No soy una víctima, pero tampoco tengo que ir todo el día dándomelas de fuerte, forzando una voz de barítono en la que no me reconozco” (Monstruas y Centauras, 2018).
Por otro lado, se levantan los dedos acusadores que no se hacen esperar cuando una mujer, con todo el bagaje patriarcal que le hace sombra, rompe el silencio y se nombra. Los reproches sobre el tiempo, la forma, la circunstancia y el lugar llegan a la conversación, sobre todo, cuando el agresor en cuestión es una figura pública, algún artista famoso o un productor de cine muy respetado (Véase Bill Cosby, Harvey Weinstein, Chris Brown, Eliezer Ramos, Osvaldo Ríos, y si sigo, no termino).
Pero, “¿por qué ahora?, ¿Esa era la forma para decirlo? Ese no es el foro, ¿Querrá dinero? Pudo haberlo denunciado, esa mujer lo que está es loca, celosa y resentida”, y se lanzan los paladines de la justicia a nivelar la balanza -del patriarcado- mientras revictimizan una y otra vez. No solo aparecen en los comentarios de la prensa, ni en sus redes sociales, también tienen forma de columna en la que se revalidan las dinámicas violentas que se dan entre parejas y que, mayormente, afectan a las mujeres.
Paralelo a esto, se erige y afianza una red de protección liderada por el silencio. Hombres que no abusan, no violan, no maltratan y no son infieles -según ellos- pero se ríen, son condescendientes y callan. Los mismos que aparecen en una marcha feminista y hasta se ponen una camisa violeta y se cuelgan el pañuelo verde, porque el aborto debe ser libre. Frente a nosotras son los defensores de la verdad, reconocedores de sus privilegios, solidarios que se nombran aliados de nuestra lucha. Eso sí, que no les verifiquen los chats con los panas, que no les pidan que confronten a su amigo el machote o que no se “inventen” algo sobre uno de sus amiguitos porque hasta ahí. Los invade la duda, el silencio y alguno que otro se pasa al bando del dedo acusador. Y así se repite este libreto cada vez que una mujer decide hablar.
Hace unos días, recibimos la denuncia pública de abuso psicológico e infidelidad de la que ha sido sobreviviente la licenciada Raquel María Quiñones Ayala, por parte de su esposo Néstor Duprey, analista, historiador y ahora excandidato a la Cámara de Representantes por el Movimiento Victoria Ciudadana.
Me pensaría decepcionada, sin embargo, no me sorprende. El machismo institucional y sistémico que vivimos no discrimina escolaridad ni clase social. Se cuela por todos los recovecos que encuentra como el agua cuando empuja con fuerza o se sale del mar. Y los precios que se pagan, como ya vimos, suelen ser muy caros. Por eso, cuando una mujer encuentra fuerza, valor, empuje y ovarios para denunciar algo así, solo toca creerle, acompañarla, dejarle saber que no está sola. Pensar otra cosa es sacar la carta que, por años y cuidado si siglos, han usado para callarnos: la culpa. “¿Pero por qué no lo denunció? ¿Por qué esperó hasta ahora? ¿Será para dañarle su carrera política?” La respuesta es sencilla: porque nosotras nunca ganamos en este sistema.
Por suerte, el silencio que nos acompañaba ya va recuperando la voz, y ahora somos tantas que no podrán callarnos. Raquel, yo sí te creo.
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