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Afrosanando heridas

(Título: “Loíza”, año 2015, artista Colectivo Moriviví )

Cuando en el otoño de 2019 mi contrato de trabajo como profesora en la Universidad de Puerto Rico (UPR) fue reducido de tiempo completo a tiempo parcial, se esfumaron los beneficios marginales. Sin seguro médico y con un salario paupérrimo, tuve que prescindir, entre otras cosas, de las terapias psicológicas que mantenían mi salud emocional estable. 

La carga académica seguía siendo abrumadora. Las tres materias distintas que dictaba, las mentorías y las horas de oficina me hacían pasar jornadas largas en el recinto universitario. Ante ese escenario desalentador -por las condiciones de precariedad y la desesperanza y no por las satisfacciones incalculables del intercambio de conocimientos con mis estudiantes- me urgía mantener mi currículum vitae actualizado y apto para el competitivo y agotador job market. Para ello, además de destacarse en la docencia, hay que investigar, publicar y asistir a conferencias académicas, cuyos exorbitantes costes de membresía, registro, transportación aérea y terrestre, alojamiento, etc. debía sufragar sin apoyo de la UPR.   

Así es la academia, escuché decir muchas veces. Sin embargo, veía cómo mis interseccionalidades de mujer, negra, puertorriqueña e hispanoparlante me colocaban en la posición de “por poco”. Las decepciones me hicieron pasar por alto muchas convocatorias. No estaba preparada para recibir otra carta de “gracias por solicitar” o simplemente no recibir ni un acuse de recibo por mi solicitud.

Entretanto, celebraba los logros de colegas -en su mayoría hombres no-negros o mujeres no-negras- que conseguían ofertas de empleo, a veces, sin haber defendido sus disertaciones doctorales. Jamás pongo en duda las capacidades de mis pares; lo que quiero destacar es cómo opera la racialización en la academia. No todxs tenemos los mismos trasfondos ni hemos sobrevivido los mismos traumas que pueden exacerbarse en el mundo académico. La academia no siempre es el espacio para el crecimiento y el desarrollo intelectual; puede ser un lugar para el estancamiento, un cuadrilátero en el que se contempla tirar la toalla o un terreno movedizo del que hay que salir corriendo.

Bajo estas condiciones desgastantes y traumatizantes, tenía que seguir pa’lante… 

Para rematar, en marzo de 2020, la pandemia del coronavirus nos trastocó la vida en Puerto Rico, y me impidió celebrar la anhelada noticia de una nueva oportunidad de trabajo. En cada clase virtual, mi conexión de internet fallaba; con paciencia, mis estudiantes esperaban a que me reconectara. Fueron dos meses arduos, pero logramos terminar el semestre. Así, me despedí de la UPR, después de cinco años como profesora por contrato, adolorida y desgastada. 

En todo ese tiempo, se multiplicaron las reuniones y los compromisos académicos y de activismo político a través del mundo virtual. Estuve promoviendo la campaña de cara al Censo 2020 desde Colectivo Ilé, una organización antirracista de la que soy miembra. El trabajo antirracista en Puerto Rico se exacerbó con el asesinato de George Floyd el 25 de mayo de 2020. El mes de junio participé en innumerables foros, conversatorios, podcasts, entrevistas de radio, televisión y prensa escrita para conversar sobre el racismo antinegro en Puerto Rico.

Hablar sobre racismo antinegritud me toca la fibra más íntima de mi ser. Aunque la invitación fuese para exponer como experta en Antropología o como lideresa antirracista, mi subjetividad quedaba expuesta y vulnerable. Me conflictúa hablar desde mi yo, sabiendo que hay otras experiencias que quedan silenciadas y, sobre todo, que hay mucha gente visiblemente negra en Puerto Rico que no tiene el privilegio de adelantar la lucha antirracista, justamente por el racismo estructural que impera en el país. Ante la pregunta dubitativa: ¿Existe racismo en Puerto Rico?, me tocaba descartar los talking points, echar las notas a un lado y empezar a enumerar las formas en las que se sobreviven el hostigamiento y las violencias raciales en el archipiélago puertorriqueño. Al verbalizar mis propias vivencias, las heridas se iban reabriendo…

Recuerdo que una colega me advirtió que debía dormir bien, comer bien y ejercitarme para enfrentar toda esa agenda de trabajo antirracista. Darme cuenta que estaba descuidando mi salud, fue la primera señal. Pensé en una ocasión en la que otra miembra del Black Latinas Know Collective no aceptó un “Estoy bien, gracias” como respuesta a la pregunta “¿Cómo estás, Bárbara?”. Entre nosotras, sabemos que ese estado de bienestar puede ser efímero o inexistente si no nos cuidamos y acompañamos en Afrosororidad. Más adelante, mientras participaba en una conferencia de prensa en vivo, para denunciar el racismo antinegro en los medios de comunicación de Puerto Rico, estallé en llanto. Esa fue la segunda señal, aunque en febrero, también, me quebré en un taller de Rompiendo esquemas raciales que ofrecí con un par de lideresas de Colectivo Ilé.  

A mediados de julio, entre la hipocondría por la COVID-19 y todas las demás preocupaciones personales y profesionales, mi cuerpo comenzó a manifestar síntomas de enfermedad. Malestares generales, lo que parecía dolor en el pecho y aumentos súbitos de la presión arterial, me mantuvieron en vilo. Después de cuatro visitas a Sala de Emergencias, una prueba serológica negativa, entre otras pruebas clínicas, pude confirmar que estaba experimentando ataques de ansiedad y padeciendo gastritis. La ansiedad y el estrés me provocaron la afección que me debilitó y me obligó a rechazar invitaciones y a hacer una pausa en mi activismo antirracista. 

Opté por ofrecer las razones por las que estaba rechazando las invitaciones a conversatorios y entrevistas. Me urgía hacerles conscientes a quienes me invitaban de que no soy solo la académica que estudia racialización en Puerto Rico y sus diásporas; también, soy la mujer negra que va Afrosanando heridas, superando traumas ancestrales y en la constante búsqueda de Afroreparaciones. A quienes me echaban de menos, les decía qué me estaba pasando. “No es dolor de barriga ni naúseas; es como tener una bola encajada en el esófago. Me he creado una bomba de ácido. Me da miedo comer porque todo me produce la misma sensación. Es horrible. Me siento intranquila, preocupada. No sé qué me pasa”, describía. 

Para mi sorpresa, muchas hermanas de la lucha antirracista se identificaban conmigo y me daban sus recomendaciones de dietas y remedios naturales. No es casualidad que mi abuela materna sea sobreviviente de cáncer de colon, que mi madre haya fallecido de esa misma enfermedad y que tantas mujeres negras, incluyéndome, somaticemos nuestros traumas psicológicos en enfermedades intestinales. Tenemos que normalizar las conversaciones sobre las señales que nuestras cuerpas nos van dando.

Y en mi proceso de reconocer que no soy egoísta por poner mi bienestar holístico como prioridad, voy Afrosanando, vamos Afrosanando… Ubuntu.

Lee también: Un diálogo desde el dolor

*Este texto se publicó en Black Latinas Know Collective.

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