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La historia de una jerezana libre que hoy se gradúa tras culminar su bachillerato en prisión

IlkaCruzRosario01

Fotos y vídeo por Brandon Cruz

Nunca he escuchado a Ilka Cruz Rosario decir “UPR”. Siempre repite “Universidad de Puerto Rico” con un tono de reverencia y orgullo, como quien predica la llegada de la salvación. No es, necesariamente, que crea que la Universidad de Puerto Rico la salvó. En prisión, fue ella quien fijó su mirada en su meta de obtener un bachillerato y logró completarlo tras las rejas, a fuerza de gritos, llanto, resistencia y solidaridad. Hoy, a una semana de haber cumplido su condena, Ilka desfila como una mujer libre para graduarse con honores del recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico.

La firmeza de su voz no logra disimular los nervios. “Es como un choque de emociones, un tsunami (…).  Este es un logro bien especial para mí porque fue un sueño que yo comencé a los 18 años, nunca se me cumplió, y ahora, a los 55, sí se me cumplió”, describe Cruz Rosario.

La vida se interpuso. Pasaron poco más de tres décadas, tres hijos, once años en prisión y, como ella les llama, “esqueletos en el bagaje, en mi espalda, [que] no me dejaban fluir y ser la persona que yo quería ser”. Pero, lo hizo. Hoy, celebra que obtuvo su bachillerato en Estudios Generales con una concentración menor en el Programa de Estudios de Mujer y Género.

La oportunidad de un futuro

Puede que la UPR no la haya salvado, pero le proveyó una comunidad y las herramientas que hoy la llevan a hacer historia en el país como una de las 12 personas que conforman la primera clase graduanda del Programa de Estudios Universitarios para Personas Confinadas. Es un proyecto iniciado por el historiador Fernando Picó, que pinchaba con una aguja la burbuja de privilegios que con frecuencia cubre la educación superior, y que planteaba que la Universidad de Puerto Rico debía llegar allí donde hubiese alguien que quisiera aprender.

El 22 de junio, Ilka Cruz Rosario (camisa verde) salió oficialmente de la cárcel. Se fundió en un abrazo con su tío, Rafael Rosario (derecha). También, la recibieron docentes del programa, como su directora de tesina, Catherine Marsh Kennerly (centro), y G.D. Prosper Sánchez (izquierda).

“Soy una mujer empoderada y transformada a través de los conocimientos y los estudios universitarios”, dice Ilka, aunque reconoce que su éxito individual es también un logro de país, un primer paso a algo que es más grande que ella, a la posibilidad de que la rehabilitación de más personas confinadas llegue por esta vía.

“Vuelvo y digo, lo repito y lo declaro: son bien fundamentales y esenciales, los estudios universitarios, como parte de una real y genuina rehabilitación para una persona privada de la libertad. No simplemente cambia la mente, sino la forma de ser, como mejor mujer, madre, hermana, sobrina, nieta; en todas las etapas de nuestras vidas”.

La esperanza como un acto de osadía

Puede que la Universidad de Puerto Rico no la haya salvado, pero le devolvió la esperanza que perdió en la madrugada del 11 de noviembre del 2010, cuando fue ingresada a prisión. 

“Recuerdo las palabras de la sociopenal cuando me aclaró, con su jerga carcelaria, que no tenía derecho ni a cama bajita. Pero, todo cambió una tarde del año 2014”, narró Cruz Rosario en un evento previo a la graduación. La escucho y pienso en cómo deben sentirse cuatro años viviendo con pura desesperanza. 

Aquella tarde, “la oficial envió a mi compañera Coral Campos (otra graduanda) a preguntar, celda por celda, quién tenía cuarto año (de escuela superior). Le pregunté para qué quería saber, y ella me contestó en un tono sarcástico:’ y que para estudiar en la universidad’”.

Y que para estudiar en la universidad. 

Muchos oficiales del Departamento de Corrección y Rehabilitación, sino la misma institución penal, miraban con incredulidad la osadía de la Universidad de Puerto Rico de insertarse en ese espacio, y con escepticismo la capacidad para estudiar de las personas confinadas.

“Tomé este plan piloto (del programa) como un reto a mí misma, para superarme, rompiendo todo estereotipo que había aprendido del mal del patriarcado: que debía estar subordinada, maltratada, y que no tenía valía alguna. Y comencé a cultivar mi voz interior real y genuina”, pronunció el 1 de junio, en un evento de reconocimiento a las 12 personas del programa que hoy se gradúan junto al resto de los gallitos y las jerezanas.

Cuando abrir la boca es un acto de poder

Puede que la Universidad de Puerto Rico no la haya salvado, pero Ilka admite sin reparos que la ayudó a recuperar la voz, esa que se pasea entre dos idiomas, y que en escuelas estadounidenses intentaron acallar por hablar español, y en escuelas en Puerto Rico tachaban de “disparatera” por cruzar frases y sintaxis con el inglés. 

En Paterson, Nueva Jersey, donde creció, “la supremacía blanca y el prejuicio social por ser hispana, boricua, no me permitían hablar en español”, reconoce. “Me regañaban diciendo: ‘You’re stupid. We don’t speak Spanish here. Shut up’. Esta experiencia, lamentablemente, se repitió cuando regresé a la isla y los maestros me decían (…) mija, habla bien”.

Pero su “familia de la Universidad de Puerto Rico”, como les llama al grupo de profesores y personal del programa, la introdujeron a un “mundo sin jerarquías”, donde sus diferencias no eran motivo de discrimen, donde las experiencias y la voz de cada cual tenían el potencial de convertirse en su fortaleza. Y así nació su tesina, que lleva el título Lectura, escritura y liberación: narrativa personal académica sobre la experiencia universitaria en la cárcel

La sanación en la perspectiva de género

Puede que la Universidad de Puerto Rico no la haya salvado, pero la ayudó a sanar y a entender mejor su lugar en el mundo. Así lo dice. A sanar. Sobre tod,o gracias al Programa de Estudios de Mujer y Género. 

Su trabajo académico desde las teorías feministas la transformó “y logró mi autorrealización como mujer”. 

“Soy un ejemplo vivo de una intelectual que está situada en el rincón del olvido, detrás de los barrotes, y que nadie ha querido escuchar. Gracias a la educación universitaria, específicamente, los cursos de género, he tenido acceso a cuestionamientos epistemológicos feministas decoloniales que me han permitido desarrollar mi voz, mi propio pensamiento, y aportar al conocimiento, liberarme y sanar mi cuerpa”. 

Las cuatro mujeres que se gradúan hoy como parte de los 12 participantes del programa completaron también la concentración menor. Ilka cree que esto no es suficiente, que todos los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico deberían hacerlo.

Del castigo a la rehabilitación

Yo no estoy de acuerdo con las cárceles”, lanza Ilka con certeza. No es que le parezca que hay otros medios mejores que las cárceles; es que lo ha vivido. 

“Vamos a implementar todo el dinero en educación. Vamos a sacar los niños de las calles, que no sean desertores. Creo que debemos romper todo prejuicio que hay sobre un niño, una niña, y de verdad creo que si implementamos más dinero en la educación, habrá menos criminalidad”, reflexiona. 

Hace una semana, cuando al fin salió de la cárcel después de 11 años, a Ilka la sorprendió una emoción extraña. 

“Yo creía que ya estaba preparada, pero tuve que botar el golpe. Botar el golpe de todos esos años que yo estuve tras los barrotes, con las serpentinas vigilándome y con llaves. Todo punitivo, castigo, presión, aún hasta el último momento porque a mí me dijeron que yo me iba un mayo 11 y la fecha no llegó hasta un par de días antes de junio 22. Tuve que botar el golpe. Ahí, lloré en los brazos de mi tío, y dije adiós. Adiós a esa etapa”, narra.

“Ahora tengo un nuevo génesis, un nuevo renacer, una nueva oportunidad que me da mi Dios y la voy a aprovechar, y la voy a abrazar y la voy a atesorar como si fuera mi último suspiro de vida”.

No es que aquellos esqueletos que cargaba en su baúl hayan desaparecido así, de la nada. Tal vez, el peso es más liviano ahora. Tal vez, hoy puede observar con mayor distancia y compasión sus cicatrices. Tal vez, lo que importa es que, tras los barrotes, volvió a tener sed de un futuro distinto, abrazó los sueños de la Ilka de 18 años, los hizo realidad, y quiere construir sobre ellos su proyecto de vida. ¿Acaso no es eso a lo que se aspira cuando se habla de rehabilitación?

“Ahora, vamos para la maestría”, dice sonriendo. Quisiera formarse como psicóloga y se ve ofreciendo servicios a las personas privadas de su libertad. 

“El estudiante que no se siente parte de la Universidad de Puerto Rico, siendo un estudiante de la Universidad de Puerto Rico…”, pausa. “…Yo no sé dónde está esa crisis de identidad”, culmina. 

Pienso en mi experiencia. Yo le llamo Iupi al recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Mi relación con la Universidad es, definitivamente, diferente, agridulce, aunque también transformadora. Más allá de una fábrica de producción de profesionales en la disciplina popular o necesaria de turno, me pregunto si la capacidad restauradora que la UPR demostró en este proyecto habita todas las aulas.

Pienso en que esa era la Universidad que Picó construía, la que hoy hace historia.

“Deseo seguir conquistando el mundo de saberes y conocimientos, y entrar por la puerta ancha hacia la maestría. Y, para finalizar, una vez jerezana, siempre jerezana”, concluyó Ilka en su fiesta de reconocimiento.

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