(Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes)
Por lo general, al iniciar cada semestre, suelo preguntar a mis alumnas/os/es sobre su situación laboral con el propósito de ajustar las demandas del curso a un estudiantado trabajador y con responsabilidades familiares en un país empobrecido y gobernado por quienes se ensañan con dejarles sin presente y sin futuro.
A diferencia de lo que comúnmente se cree, esto no tiene por qué poner en juego los estándares de calidad de la enseñanza, sino que, por el contrario, permite que más personas se sientan conectadas al curso a lo largo del semestre, que encuentren tiempo para leer y cumplir con sus tareas y que se genere un compromiso de su parte más allá de la regla escrita en un prontuario. Por supuesto, este no es el caso de todas/os/es, pero sí el de una parte importante de las/los/les mejores estudiantes que he tenido el privilegio de conocer en mis dos años como profesora universitaria.
Al inicio del actual semestre, dentro del Seminario de Feminismos y Teoría Política, tuvimos dos talleres que determinaron mi forma de entender lo que es la pedagogía feminista y que, desde entonces, me han dejado marcada por un sentimiento de profunda tristeza.
Como parte del inicio del seminario, pedí a las/los/les estudiantes que escribieran un relato sobre alguna situación de violencia de género que hubiesen experimentado. La historia podía ser personal, de algún familiar o persona cercana, también les di la opción de crear una ficción a partir de casos que les hubiesen impactado en algún momento de su vida. Los textos, que eran anónimos, se guardaron dentro de mi bolso y cada estudiante procedió a sacar uno de forma aleatoria y a leerlo. No creo que hubiese nada de ficción en los relatos. Agresiones y violencia sexual por parte de parejas, exparejas y desconocidos, hostigamiento, violencia física y emocional en el entorno familiar, homofobia, lesbofobia, transfobia, explotación laboral doméstica de las mujeres en el hogar, entre otras cosas. Cada uno de estos testimonios nos decía algo de aquellas/os/es que teníamos en frente. Este país empobrecido y sus gobernantes coloniales/patriarcales, no solo les niegan un presente y un futuro, sino que sostienen las violencias que a su corta vida ya han experimentado, mientras que no parecen tener el interés de protegerles, ni ahora ni en el futuro.
¿Cómo han resistido? Esta fue la pregunta con la que iniciamos el segundo día del taller. En esta ocasión, contamos con la guía de la colega y amiga Marisa Ruiz Trejo, antropóloga feminista chiapaneca que se encontraba en la UPR como investigadora visitante. Con Marisa, articulamos una serie de palabras que tomaron el significado de la resistencia: callar, huir, confrontar, gritar, besar, abrazar, amar, cuestionar, aprender, enseñar. Notamos que cada quien a su manera había resistido; que cada quien a su manera había aprendido, o estaba aprendiendo, a resistir y a luchar.
La vulnerabilidad manifiesta en estos testimonios sigue vigente. Mientras las/los/les estudiantes llegan a clase cada día con estas pesadas cargas emocionales y afectivas, resulta más necesario que nunca reivindicar una pedagogía feminista que tenga en cuenta la imbricación cuerpo, mente, emociones, pero sobre todo, que nos recuerde que cada persona está condicionada por su posicionalidad en las relaciones de poder. ¿Cómo podemos nombrarnos feministas si continuamos reproduciendo una universidad descorporizada, reproductora de la moderna/colonial separación entre cuerpo y mente? ¿Cómo podemos nombrarnos feministas si reproducimos los imaginarios eurocentrados, coloniales y patriarcales de la producción del conocimiento, del espacio de aprendizaje y de las medidas, categorizaciones y estándares del mismo? Es imperativo conocer a quienes tenemos frente a nosotras. Para conocerles, hace falta escuchar más y hablar menos. Eso, también es enseñar. Eso es enseñar desde una pedagogía feminista.
Estos talleres me recordaron lo que tanto me enseñaron profesoras y profesores a lo largo de mi carrera universitaria, toda esta en universidades públicas: la universidad pública es un espacio contestado por el que hay que luchar día a día. Pero también, la universidad pública conjuga el espacio-tiempo en el que muchas de nosotras podemos luchar por decolonizar y despatriarcalizar el conocimiento y, con ello, la sociedad y su sentido de comunidad.
Una pedagogía feminista decolonial exige irremediablemente un posicionamiento y un compromiso político interseccional; requiere reivindicar la subjetividad feminista como fortaleza. Esto es, la “objetividad fuerte” en palabras de Sandra Harding y no la objetividad descarnada y despolitizada del pensamiento masculino dominante. Una pedagogía feminista decolonial requiere también que reconozcamos las emociones que nos hacen seres vivos y sus articulaciones en la resistencia, pero también, en la opresión. Las emociones son articuladas y gestionadas en los discursos excluyentes, xenófobos, misóginos y clasistas, y no reconocer esto limita nuestras capacidades de resistir y trascender las estructuras de dominación. Esto nos lleva a que reivindiquemos emociones incómodas para el poder como la rabia, la ira, la tristeza. Reivindicar la figura de la feminista “aguafiestas”, como ha planteado Sara Ahmed, es también una forma de resistir al pensamiento dominante del “echapalantismo” que tanto coopta y despolitiza a las aspiraciones colectivas de transformación social. En un país empobrecido en el que sus gobernantes coloniales/patriarcales aspiran a cegarnos con una felicidad liberal efímera y despolitizada, nuestros rostros cargados de pesadez, resultan cuanto menos transgresores.
La enseñanza en tiempos de crisis es un ejercicio que parte de sentimientos y emociones tan profundas como el amor y como la tristeza, todas estas bajo un terrible sentimiento de pérdida y de duelo colectivo que es testigo de la violencia que se ejerce cuando nos cierran y nos roban los espacios por los que tanto se ha luchado. Estas violencias nos recuerdan que la pedagogía feminista es una de compromiso físico y emocional. Comprometernos resulta en una economía de los cuidados y de los afectos hacia las/los/les más vulnerables en este escenario: nuestras/os/es estudiantes.