Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes
Al inicio de cada semestre, reviso el calendario académico para planificar mis viajes a Puerto Rico. Esa ha sido mi costumbre desde que estudiaba en Austin, Texas. Aunque pasé tres semanas en Puerto Rico en enero, me hacía mucha ilusión volver en marzo, durante mi “Spring Break”, para ver a mi abuela materna que había cumplido 90 años el 8 de ese mes, el Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
Llegué a Fajardo el día que marcó el inicio de la Semana para la Erradicación del Racismo y la Afirmación de la Afrodescendencia.
Aunque mi abuela reconoce que ha sobrevivido muchas experiencias vinculadas al racismo antinegro, cuando hablamos de negritud, exhibe los efectos del racismo internalizado. Ella nació y se crió empobrecida, vulnerada, discriminada, prejuiciada y deshumanizada. La cantidad de anécdotas que me ha compartido vinculadas a las violencias raciales y de género son innumerables. Dolorosas.
“Cuando en la televisión mencionan racismo o leo alguna noticia sobre ese tema en el periódico, yo busco siempre a ver si sale mi nieta”, me dice. Aunque no siempre estamos en la misma página con respecto al racismo antinegro, nos escuchamos respetuosamente.
Mi decisión de asumir la lucha antirracista, desde múltiples trincheras y desde muy temprano en mi vida, deviene de las experiencias que he escuchado narrar a mi abuela, a mi padre y otrxs miembrxs de mi familia, las que me contaba mi madre y, por supuesto, las que me ha tocado vivir en carne propia. Todo ese cúmulo de vivencias en un país racista que niega serlo y mi exposición al aprendizaje antirracista me han permitido desarrollar una conciencia racial crítica.
Con los años, he aprendido a tomar pausas y a elegir cómo asumo la lucha antirracista en Puerto Rico. Como las afroreparaciones parecen lejanas, la afrosanación y mi autocuido ocupan un lugar privilegiado en mi vida.
En ese último viaje a mi archipiélago amado, comencé a practicar el “descanso como resistencia” (Tricia Hersey, 2022). Al único evento académico que decidí asistir fue a uno que se llevó a cabo fuera del campus riopedrense de la Universidad de Puerto Rico. Primero, fui a mi quiosco favorito en Piñones a comerme una alcapurria de jueyes y una arepa de coco; después, me dirigí a un conversatorio sobre feminismo descolonial que se llevó a cabo en la Corporación Piñones se Integra. “¿Viniste a la Cumbre Afro?”, me preguntaron muchas personas. “¡No, vine a ver a mi abuela y a descansar!”, respondía.
Confieso que durante ese período de descanso emocional y físico, tuve momentos en los que me cuestionaba si estaba haciendo lo correcto. ¿Por qué elegí ausentarme de las conversaciones que se supone adelantarán la lucha antirracista y nos llevarán a un Puerto Rico con equidad racial?
Entremedio de las siestas que tomaba en la hamaca de mi balcón en San Juan, entraba a las redes sociales y fui testigo de cómo opera la misogynoir criolla. Mientras vilipendiaban a una mujer negra que señaló la ausencia de gente visiblemente negra en una de las ofertas de un festival afroantillano, ensalzaban a una mujer blanca y recurrían a la retórica mitológica del racismo a la inversa.
Y en medio de toda la vorágine de pensamientos que se interponían a mi descanso, me fui de Puerto Rico con los ojos llenos de lágrimas. En el aeropuerto, una mujer me dijo que tenía que registrar mi pelo porque la máquina lo había marcado como algo que alarma.
Si bien se avanza por un lado, se retrocede por el otro. Por eso, la labor antirracista requiere de pausas y espacios reflexivos que permitan ver hacia dónde hay que enfilar los cañones.
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